martes, 31 de enero de 2012

EL ESPÍRITU Y LA FLECHA

Domingo 29 de enero de 2012, 6 de la mañana, mi despertador suena y con grandes aspavientos logro finalmente dar con el botón que activa el cese del mismo. Mi mente sigue bajo el tul del sueño mientras mi cuerpo se incorpora. Pienso: “domingo, 6 de la mañana… debo estar loco…”. Preparo un desayuno suave, un té y algo de fruta, aunque soy consciente de que debería cargarme de energías para lo que se me viene encima, no soy capaz de hacer que mi estomago absorba más que eso. Tras meter el gi y la hakama en mi mochila, salgo corriendo para alcanzar el tren. Irremediablemente quedo rendido ante el calor y el relativamente confortable asiento del vagón de cola, duermo hasta llegar a Paseo de Grácia y me despierto de milagro tras sentir la parada brusca del ferrocarril. Varios minutos de metro después me encuentro caminando frente al sol del amanecer. Casi me siento como en aquellas clásicas películas de Kurosawa dónde el samurai camina hacía el ocaso en busca de su destino. Pronto me saluda el mar y el sol me deslumbra con más fuerza. Mis nervios se acrecentan con cada paso que doy y pienso que la valentía es algo curioso, que no es más valiente el que jamás tiene miedo o se pone nervioso ante tal o cual situación, sino aquel que tiene la capacidad y el valor de enfrentarse a él constantemente, aquel que logra, incluso teniendolo, seguir adelante un paso más. De repente me encuentro frente a frente con el enorme pabellón deportivo. Al entrar me sorprendo al encontrar una competición de Taekwondo en el pabellón principal y la observo con interés mientras espero al Sensei, soy el primero. Entonces, una voz me despierta de mi espectáculo particular, el asistente del Sensei ha llegado y se presenta personalmente, me inclino con respeto aun a pesar de ser consciente de que él no es japonés, el respeto, sea dónde sea, es imprescindible. Bajo con él y tras dejar las cosas y tener una charla distendida e informal le ayudo a preparar el material para la sesión. Poco después llega el Sensei y hablo con él, me explica el porqué de toda esa reconstrucción en cada sesión:

“- Para nosotros, esté simboliza la renovación, el volver a empezar con cada nueva sesión, de esta manera dejamos fuera del Dojo todo lo que no es del Dojo, es algo espiritual.”

Me maravillo de su explicación, el hombre que se encuentra ante mí cuenta en su haber con experiencia y sin duda, aunque siempre bajo mi valoración subjetiva, sus ojos y sus actos reflejan el conocimiento de un camino difícil y fascinante.

Todo está dispuesto, los arcos están montados, los makiwara o balas de paja se encuentran sobre sus pedestales, las distancias han sido medida con la exactitud del ojo experto, los alumnos visten el uniforme propio de la más noble casta guerrera japonesa. Nos sentamos en el suelo en posición “seiza” (sentados sobres nuestros pies y piernas con las rodillas tocando el suelo) frente al Tokonoma y tras unas palabras de la senpai (hermana mayor, de mayor grado) del Dojo nos inclinamos en reverencia a los ancestros, posteriormente el Sensei se dirige a la clase dandome la bienvenida, un honor extraordinario que agradezco con creces inclinándome hasta tocar con mi frente en el suelo. Saludo al sensei y todo empieza. Los ritmos y el tiempo funcionan de forma distinta en el Kyudo, la via del arco y la flecha requieren tiempo, tanto que parecen estar fuera de él, como en un momento e instante distinto al del resto de la humanidad. Los arqueros toman el “yumi” y se sitúan frente a la zona de tiro mientras los demás observamos desde un lateral. Todos entran compasados, con una precisión extraordinaria, el ritmo es constante, único… el silencio absoluto deja espacio a los sonidos primarios, solo la respiración de los arqueros imbuye al aire de calma y serenidad. Con estricto orden se siguen con exactitud todos los pasos de una fina y orquestada sinfonía de movimientos, cada acción supone una ceremonia en si misma, un momento trascendental y único, irrepetible… haciendo del pensamiento “zen”, del aquí y ahora un emocionante espectáculo. El primer arquero ha colocado su flecha mientras el segundo se prepara y el tercero espera, organización milimétrica, espíritu unificado, ¿como puede un arte marcial ser tan bella? Es imposible no ver que el trabajo es en equipo, que todos y cada uno por separado forman un conjunto, una unidad de pensamiento y espíritu. El “yumi” se tensa y el ojo del arquero canaliza su alma a través de la flecha, no la suelta, la deja ir, se convierte en la flecha por un breve instante mientras esta vuela y poco después, justo antes de que ésta se clave, él ya no es la flecha, es el blanco. Su espíritu regresa, todo a pasado deprisa pero el ritmo vuelve otra vez a parar el tiempo, los movimientos se sincronizan de nuevo y el compañero que está a su lado toma el relevo. Uno tras otro se suceden los disparos hasta que no queda ningún arquero sobre el tatami, entonces de forma veloz pero con paso igualado entran en fila otros arqueros ayudando a sus compañeros, se sitúan frente los makiwaras y comienzan a extraer las flechas, me sorprendo al ver que incluso el acto más simple y sencillo también aquí debe tener un orden y se realiza con tremenda espiritualidad, las flechas se extraen sin arrancarse, casi como una caricia, tomando conciencia de que tanto el blanco como las flechas tienen alma, concepto de origen sin duda sintoísta. Mentiría si dijera que no me emocioné al verlos lanzar, guerreros de cultura ancestral lanzando flechas espirituales, cada acción producía en mí un escalofrío y absolutamente nada de los que vi durante aquellas cuatro horas me dejó indiferente, casi tuve que contener a mi alma volcándose a través de mi rostro en más de una ocasión y por un instante pude sentir la paz que producía en mí todas y cada una de las acciones de aquellos a los que consideraba ya mis compañeros.

Tal vez la paz se encuentre en las acciones sencillas y la calma en los gestos más humildes. Tal vez, en épocas antiguas, cuando la guerra terminó y el tiro con arco ya no tenía cabida en batalla alguna, los samuráis, guerreros cansados y llenos de dolor por la guerra y asediados por la perdida y la muerte, encontraron en el zen una vía espiritual de alcanzar la paz y aprendieron a dejar ir su alma con cada flecha para que, durante un breve instante, solo un momento de matiz eterno, sus emociones, sentimientos y espíritus fueran realmente libres…

Tal vez…


Fundador de la Academia para el estudio y la Práctica de las Artes Marciales Kwoon Ryû

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